La historieta es mi primer amor,
me introdujo en el mundo de la lectura y me convirtió en un fanático. Al no
haber nacido en la Era Dorada de las viñetas argentinas – Fierro, Hora Cero,
los maxi libros de Columba – el entre fue por el lado de los superhéroes, y no
hubo con que darle. El enamoramiento se consolidó, ya no pude dejar de consumir
a estos personajes. Superman fue el caballo de Troya de esta historia,
embellecido por los trazos de John Byrne. Batman era muy oscuro, e incluso las
películas de Tim Burton me chocaban un poco a mis 6 o 7 años. Igual lo leía,
pero no era lo mismo que el gigante en calzones volador.
Con los años decantó la
oscuridad. Novelas de terror, películas de ciencia ficción poco amistosas y el
ascenso de Batman al podio ganador en mis gustos “comiqueros”. Imposible no
querer ser él en algún momento – millonario y superhéroe, a pesar de no tener
poderes –, historias mucho más accesibles y villanos que ponían en jaque la
integridad física del Caballero de la Noche. Mientras Superman – y sus
creativos – intentaban encontrar una forma más de darle un puñetazo que le
duela al kryptoniano, a Batman le rompían la espalda o el Joker asesinaba a
Robin de una forma totalmente sádica. Gancho a la mandíbula. K.O.
El problema principal con este
tipo de mercado, a mi gusto, es que publican tanto que se pierde un poco la esencia
de la narración. Todos los meses estos personajes aparecen en cuatro, cinco,
veinte revistas diferentes, y las historias/gemas se pierden en la marea de los
números hechos para rellenar. Sagas extensas, muertes, reemplazos temporales,
resurrecciones; es complicado seguirle el tranco a tanto evento loco. También
se le hizo reset a los “universos” unas cuantas veces, destruyendo y
construyendo nuevas continuidades. Por eso, como lector, abandone la entelequia
de ser un seguidor fiel a una serie regular, y me dediqué a buscar historias
unitarias que satisficieran mi famélico espíritu lector.
“Una muerte en la familia” (Jim
Starlin en guión y Jim Aparo en dibujos), con el antes mencionado asesinato del
segundo Robin, Jason Todd. “Batman: año uno”, joya de Frank Miller que relata
las primeras aventuras de un Batman novato. “El Regreso del Caballero de la
Noche”, con otro Miller inspirado. “La Broma Asesina”, increíble historia
pergeñada por Allan Moore y ejecutada con los lápices maestros de Brian Bolland…
algunos referentes más que obvios de las gemas que nutrieron al Encapotado de
Gotham City. Si bien de estos ejemplos el primero pertenece a una serie regular
de Batman, hoy se dejan leer como una historia independiente por su crudeza, la magia narrativa y el arte excepcional.
Estos tipos solidificaron mi amor por el Murciélago.
Semejante prólogo para hablar de “Batman:
Pingüino, dolor y prejuicio”, una historia escrita por el novelista Gregg
Hurwitz y dibujada por Szymon Kudranski. Los puristas podrán decir que si bien
es una obra buena, no merece entrar en el panteón de las Grandes Obras de
Batman. Y tienen toda la razón, esta no será una defensa acérrima de este
libro, sino una reseña para justificar porque me dejó en vela un par de horas
hasta que finalicé las 120 páginas que lo componen.
(Tomo editado por ECC en Argentina)
El primer dato importante para
todo lector de este libro es que si buscan a Batman, acá no lo van a encontrar
mucho. Está casi omnipresente, una figura mítica entre los ladronzuelos de poca
monta que emplea El Pingüino, y se lo ve en pocas páginas, actuando con la agudeza
y la brutalidad requerida. Esta es una historia sobre el antagonista, sobre sus
orígenes, sobre sus pasiones y su tragedia. Acá es Batman el elemento
secundario de la historia, y no viceversa. Un gran acierto para que el
guionista (y novelista del género policial negro) suelte las riendas a una
historia oscura y retorcida, ambientada en las sombras de un ser que se sabe
horroroso, rechazado y, mal que le pese a los habitantes de Gotham, está
dolido. Es en extremo peligroso, y no duda en probar sus habilidades.
Con el recurso del flashback
conocemos un poco más la infancia de Oswald Cobblepot, y su familia. En este
caso no lo tiran a una zanja como en la película “Batman Vuelve”, sino que
tiene un padre que lo detesta, hermanos que le hacen la vida imposible y una
madre devota y amorosa, con quien establecerá un vínculo tan estrecho que es
digno material de diván. Es interesante asistir a una recreación tan cruda de
la violencia infantil – en una época en la cual los colegios son fuentes de
noticias macabras muy a menudo lamentablemente – para justificar la
personalidad del Pingüino. No justificar su maldad, porque acá está el acento
más interesante: el personaje entiende que es lo que es, un engranaje más de
una sociedad podrida que funciona con las dicotomías, el bueno y el malo, el
lindo y el feo, el fuere y el débil, etc. Sólo asume lo que le tocó.
En una escena destacada, el Pingüino
dialoga con unos policías que lo apresaron temporalmente. Se compara con otras
figuras públicas corruptas y les dice: “¿Nunca
os preguntáis? ¿Por qué les protegéis? ¿Y por qué me arrastráis aquí, sabiendo
que mis abogados me sacaran en menos de una hora? Claro que no. Lo hacéis sin
más. ¿Sabéis por qué? Porque ellos se parecen a vosotros. Y yo… me parezco a
mi.” Jaque mate dialéctico. Punto para el guionista.
La historia planteada en este volumen
autoconclusivo es simple. Batman tiene que encontrar al Pingüino, que está
robando joyas a todo trapo. Pero el argumento es una mera excusa para retratar
con detalle la psiquis de este gran villano, uno de los más carismáticos y
trágicos de la mitología del Encapotado. Es casi una nouvelle negra, sumamente
disfrutable. Más que recomendada.